Haber aceptado a la fotografía en absoluto como un proceso
creativo que se volvió indispensable en mi día a día, provocó que me
involucrara en un profundo auto cuestionamiento, que llegó al punto de la
obsesión.
De una u otra forma pude hacer cómplice a cuanto amigo tuve
cerca para poder accionar frente a la cámara, a tal punto que amigos y
enemistades participaron de estas imágenes, en las cuales no se podía
diferenciar a unos de otros. Ellos, la mayor de las veces, lo hacían sólo por
curiosidad, y a su vez por un proceso de auto reconocimiento y establecimos
desde entonces un constante diálogo.
Sin proponerlo o hacerlo consciente en un principio encontré
un proceso de sanación a heridas emocionales, mayoritariamente relacionadas con
la figura de autoridad masculina; llegué luego después a entender este proceso
como un reencuentro conmigo mismo; cada sesión de trabajo se convirtió entonces
en una reflexión y, acaso, en un autorretrato en tercera persona.

En ese entonces no podía ni verbalizar lo que sentía, pero
todo el proceso de trabajo me proveía la suerte de encontrar algo de mí mismo
en cada persona que fotografié.

A principios de enero de 1995, había ya fotografiado a 35 personas, pero no había una estructura de trabajo como tal siempre con compañeros de escuela de mi misma edad con preocupaciones similares, el resultado de esas primeras imágenes estaban más cargados de metáforas, donde un preciosismo fotográfico era contundente por el manejo de la luz y los encuadres, en una reflexión sobre lo que suponíamos, mi modelo de ese instante y yo, lo que debía ser un arquetipo de masculinidad estereotipada.
Sin embargo, en un siguiente paso, hubo una subsecuente
sesión de trabajo que de ser una anécdota más paso a ser una experiencia de
confrontación.
Si antes, sólo había trabajado con mis compañeros de
escuela, jóvenes adultos que a su vez eran compañeros de equipo en la lucha
olímpica, ahora el trabajar con uno de mis entrenadores, quien en su formación
académica y experiencia ya como luchador profesional me aportaba un reto
personal, dada su personalidad cínica y como figura de autoridad.
Proveyó una experiencia surrealista, al decidir el lugar de
las imágenes, en su propio hogar aunado al hecho de que ya estando en su
domicilio decidió “en ese momento” solicitara yo el permiso de su conyugue
porque... "había que pedirle permiso a ella", a una mujer con un
bagaje de educación limitado, machista y su lectura de estás imágenes partía desde la
homofobia, que argumentó en su negativa a realizarlas en comentarios despectivos y
ofensivos, ante el divertimento del casi modelo.
No se llevo a cabo la realización de esas imágenes, pero se
dio un segundo proceso de negociación que duro meses. Todo concluyó con un
resarcimiento de mi parte, en una sesión de trabajo -por demás- incomoda y
molesta para ambos.

La experiencia sirvió para saber que de ahí en adelante
debía hacer un profundo replanteamiento como autor, donde el contenido tendría
siempre un mayor interés desde mis propios análisis, más que la forma o un
carácter técnico académico; comencé entonces a dar prioridad a los argumentos
emocionales... como si se hubiese abierto la caja de pandora.
Los primeros bocetos y planificación de las siguientes
sesiones se hicieron previos al momento de convocar a alguien, haciendo
factible un proceso creativo más estructurado. Con esto terminó la figura
retorica de el modelo y se transformó en la del ejecutante de cada proyecto.
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